Nota: Este no es un escrito gracioso, es
melancólico y quizás algo deprimente. Va dirigido hacia quienes tuvieron una
infancia parecida a la mía y la recordamos con cariño. Se que no todos tienen
la suerte de llamar a su niñez los mejores años de su vida y me disculpo en nombre de la humanidad por por ello: todos
deberíamos de poder clamar aquello sin dudarlo. Pero el mundo es un lugar cruel.
Gracias al gran arquitecto del universo yo tuve un hermoso comienzo en este
planeta que aún recuerdo con muchísimo cariño. Perdonen si me pongo demasiado azul. Gracias a Blue October, mi banda favorita, por la
inspiración
-----
Crecer es una trampa en la que inevitable caer.
Sucede de pronto y no te das cuenta hasta que es demasiado
tarde. Un día te levantas y la realidad está allí, mirándote, y sabes que no
hay escapatoria. Solo queda vivir y preguntarte en qué momento se transformó todo.
Ves tus fotos de pequeño y te cuesta creer que haz cambiado tanto ¿Cómo no me
di cuenta? No puedes dejar de hacerte esa pregunta porque en tu mente tus
amigos están igualitos a como eran antes por más que las fotografías se
empecinen en contradecirte.
¿En qué momento crecí?
Fue un día como hoy, tranquilo, monótono ¿Y sabes qué fue lo
peor? Que ni siquiera te diste cuenta. No pudiste despedirte de tu infancia, no
pudiste prepararte. Solo pasó.
Un día, de repente, ya no eres capaz de imaginar que eres un
tigre o un pirata o una princesa o un guerrero y solo estás tú, en tu cuarto y
ya no tienes ganas de hacer un fuerte con los cojines del sofá.
Un día, de repente, tus juguetes ya no te llaman y lo que
antes eran eternas sesiones de juego se vuelven conversaciones sobre la vida
con tus amigos. No se trata de inventar fantasías y de ver más allá de la
realidad, no se trata de jugar a las escondidas ni a las chapadas, sino de a
quién le gusta quién o qué música los mueve. Tu columpio favorito se ha
encogido y ya no entras en él, el sube y baja ya no te hace sentir ese mismo
vértigo y ya no te dejan subir al saltarín. Ese tobogán que se te hacía enorme ahora
es solo un poco más alto que tú.
Un día, de repente, los cumpleaños dejan de ser en el Bembos
y ya no hay castillos inflables que te reciban en el patio de tu mejor amigo en
esas fechas especiales. No más gelatinas en esos pocillos de plástico, no más
chupetines en el semicírculo de tecnopor forrado con papel aluminio, no más
payasos, no más juegos, no más sorpresitas para llevar a casa, no más boles
llenos de chizitos –que luego de un rato se ponían insoportablemente suaves– o
de canchita con demasiada sal ¿Recuerdas la última fiesta infantil a la que
fuiste siendo niño? ¿Recuerdas la última vez que pudiste entrar a los juegos?
Un día, de repente, eras demasiado alto. No más dejar los zapatos afuera en
aquella repisa de círculos ¿En qué momento cerró el Daytona Park? ¿Cuándo fue
la última vez que jugué al Laser Quest?
Un buen día te das cuenta que tus padres no son héroes, que
no son invencibles, que son tan humanos como tú y que no podrán protegerte de
todo. Un día te das cuenta que papá no es tan veloz como pensabas y ahora lo
puedes derrotar en Stratego, en el Play Station, en fuerza, en Judo, en algo.
Un día tienes las respuestas a esas preguntas que antes solo mamá podía
contestar. Ya no son ellos los que te ayudan con la computadora ni los que te
ayudan a alcanzar algo que está alto.
Las cosas que antes te gustaba ver en la televisión se hacen
ajenas, distantes, y aún si te mantienes cercano a ellas y las sigues amando
sabes que no debes decirlo. Te juzgan y
duele que te fuercen a cambiar. Pero sucede y, a veces, no nos damos cuenta ¿En
qué momento me he vuelto demasiado grande para ser quien era?
Un día Papa Noel dejó de existir y la Navidad perdió la
magia. Un 25 de diciembre, seguramente no recuerdas cuál, fuiste al árbol con
parsimonia y no despertaste a tus padres a las cinco de la mañana para abrir
los regalos sino que seguiste durmiendo un rato más a pesar de saber que bajo
el árbol había presentes. Ya no es una muñeca, un peluche, una Barbie, sino
ropa, dinero o algún aparato tecnológico o simplemente nada ¿Cómo así decidieron
ese cambio? ¿Fue súbita la navidad en la que creciste?
Un día te das cuenta que hace diez años dejaste el colegio
pero te sigue pareciendo que fue ayer. Sientes que ese mismo Lunes tuviste una
formación en el patio del colegio, que ese miércoles compraste un sándwich en
la cafetería, que viste a todos tus amigos en el recreo, que jugaste una
pichanga, que tomaste una prueba, que te llamaron la atención por hacer bulla.
Un día te das cuenta que la última vez que viste a tu promoción completa fue en
la graduación y que hay personas que veías todos los días y que no haz vuelto a
ver jamás. Un día te das cuenta que el colegio en el que estudiaste ya no
existe, porque cerró, porque se fueron tus profes, porque se cambió de nombre o
solo porque cambió.
Querías hacerlo ¿Recuerdas? Pensabas en cómo sería la vida
siendo grande y renegabas cuando tus padres no te dejaban hacer una cosa u otra
¡Cuando sea grande haré lo que quiera! Decías, ignorando que el mundo de los
adultos no era tan divertido como pensabas. De niño no hay responsabilidades,
no hay que trabajar, no hay que preocuparse por las cosas. Solo soñamos con lo
que seremos y el mundo está allí y tenemos tanto tiempo y tantas posibilidades
que podemos desperdiciar un día viendo caricaturas o jugando Nintendo. Todo
bien, somos niños y aún hay tantas cosas por hacer. Quieres ser astronauta,
luego periodista, luego cantante de rock, luego arqueólogo, luego veternaria,
luego actriz, luego lo que sea ¿Qué importa que no me decida? Solo tengo ocho,
solo tengo diez, solo tengo doce, solo
tengo quince. Ahora ya me gradué ¿Qué hago? ¿Dónde se quedó mi tiempo? ¿Quién
se ha robado mi infancia?
Mamá y Papá están allí y lo damos por sentado. Un día se
alejan o nos dejan, un día nos damos cuenta que se encojen sobre si mismos, que
ya no podemos depender de ellos y que tenemos que comenzar a ser útiles,
productivos y en el fondo solo queremos volver a ser niños y confiar en que
ellos solucionarán el mundo. De la nada tenemos que trabajar, de la nada
tenemos que ser adultos.
Un día, de repente, nuestro cuerpo deja de ser ese cómodo
recipiente donde reposa nuestra vida y se convierte en algo incómodo, algo que
nos avergüenza por momentos. Ir a la playa no se trata solo de jugar, es una
batalla con uno mismo por atreverse a mostrarse. El pudor y la vergüenza nos
enseñan que ya no somos niños.
Crecemos y, a veces, nuestros padres se separan y nos dejan
con el recuerdo de una familia que ya no es. Te cuesta recordarlo y las fotos
se pierden o pierden sentido y ahora todo es raro y ajeno ¿Cuándo fue la última
vez que se dijeron te quiero?
Al ser niños damos por sentado todo. No apreciamos esos días
y no nos damos cuenta de cuándo acaban. Simplemente un día ya no están allí y
nos quedamos en la nada preguntándonos ¿Cuál fue el último día de mi niñez?
¿Qué hice ese día? ¿Cuál fue mi última raspada de rodilla? ¿Cuál fue el último
árbol que trepé? ¿Cuál fue el último campeonato mundial de fútbol en la pista
frente a mi edificio? ¿Cuál fue la última pelota con olor a uva que me
regalaron? ¿Quién me dio ese último juguete?
Si pudiera volver a tener diez años viviría cada día con
intensidad y trataría de recordar para siempre cuándo fue la última vez que yo
y mis primos jugamos con los Pokémon o cuando fue la última vez que nuestras
cartas de Magic cobraron vida frente a nuestros ojos. Quisiera saber cuándo fue
la última vez que le presté la voz a una de mis Barbies o en qué momento exacto
desaparecieron todas de mi repisa ¿Dónde habrán acabado esos juguetes que doné?
¿Habrán hecho feliz a algún niño? ¿Estarán en un basurero o habrán sido
reciclados? Ese peluche sin el cual no podías dormir ¿Estará enterrado bajo
montones de basura, descartado como los días de tu chiquititud?
Conforme voy creciendo me doy cuenta de qué tan aterrador es
ese acto. Se que es inevitable, se que tengo que aceptarlo y que tengo que fluir
con ello, que también tiene sus cosas buenas. Pero quisiera volver, aunque sea
solo un día, y saber cuándo fue la última vez que mi papá me subió a sus
hombros o la última vez que me pusieron zapatos de charol para un cumpleaños o
la última vez que sinceramente creí en el Ratón Pérez. Quiero saber en qué
momento me hice demasiado vieja para ser niña. Siento que el tiempo se me
escapa y que seré demasiado mayor para hacer lo que quería hacer y aún no he
hecho.
No quería ir al colegio y ahora daría todo por volver a esos
días tan hermosos, a volver a tener esos problemas que me parecían el fin del
mundo y que ahora se que no son nada ¿Por qué corrí todos esos años? ¿Por qué
no pude caminar y admirar el paisaje? ¿Por qué no tomé una foto? Ahora lo que
antes era presente se hace pasado y los recuerdos se difuminan en la niebla del
tiempo y se que mi voz a cambiado, que mi cara ha cambiado y en esa foto soy yo
aunque no me parezca ¿Así me veía? ¿No me he visto siempre como soy ahora?
Crecer es una trampa en la que es inevitable caer. Yo he
hecho mi mejor esfuerzo por rescatar mi esencia de las garras del olvido y
espero tener suficiente de niña aún como para poder ser sinceramente feliz. Cuando
le enseñé este texto a mi enamorado me dijo que me entendía, que él quiere
sentir que aún es un niño y que solo está jugando a ser adulto. Quiero pensar
que también soy así, que esta vida que me veo forzada a asumir no es más que un
juego más, uno largo y difícil, pero un juego a fin de cuentas y que luego será
de noche y me iré a dormir y al
despertar seguiré siendo una niña pequeña con todo el mundo por descubrir.
Esta es la décimo tercera cosa que odio.