miércoles, 25 de septiembre de 2013

Cuando me di cuenta que había crecido

Nota: Este no es un escrito gracioso, es melancólico y quizás algo deprimente. Va dirigido hacia quienes tuvieron una infancia parecida a la mía y la recordamos con cariño. Se que no todos tienen la suerte de llamar a su niñez los mejores años de su vida y me disculpo en nombre de la humanidad por por ello: todos deberíamos de poder clamar aquello sin dudarlo. Pero el mundo es un lugar cruel. Gracias al gran arquitecto del universo yo tuve un hermoso comienzo en este planeta que aún recuerdo con muchísimo cariño. Perdonen si me pongo demasiado azul. Gracias a Blue October, mi banda favorita, por la inspiración

-----

Crecer es una trampa en la que inevitable caer.

Sucede de pronto y no te das cuenta hasta que es demasiado tarde. Un día te levantas y la realidad está allí, mirándote, y sabes que no hay escapatoria. Solo queda vivir y preguntarte en qué momento se transformó todo. Ves tus fotos de pequeño y te cuesta creer que haz cambiado tanto ¿Cómo no me di cuenta? No puedes dejar de hacerte esa pregunta porque en tu mente tus amigos están igualitos a como eran antes por más que las fotografías se empecinen en contradecirte.

¿En qué momento crecí?

Fue un día como hoy, tranquilo, monótono ¿Y sabes qué fue lo peor? Que ni siquiera te diste cuenta. No pudiste despedirte de tu infancia, no pudiste prepararte. Solo pasó.

Un día, de repente, ya no eres capaz de imaginar que eres un tigre o un pirata o una princesa o un guerrero y solo estás tú, en tu cuarto y ya no tienes ganas de hacer un fuerte con los cojines del sofá.

Un día, de repente, tus juguetes ya no te llaman y lo que antes eran eternas sesiones de juego se vuelven conversaciones sobre la vida con tus amigos. No se trata de inventar fantasías y de ver más allá de la realidad, no se trata de jugar a las escondidas ni a las chapadas, sino de a quién le gusta quién o qué música los mueve. Tu columpio favorito se ha encogido y ya no entras en él, el sube y baja ya no te hace sentir ese mismo vértigo y ya no te dejan subir al saltarín. Ese tobogán que se te hacía enorme ahora es solo un poco más alto que tú.

Un día, de repente, los cumpleaños dejan de ser en el Bembos y ya no hay castillos inflables que te reciban en el patio de tu mejor amigo en esas fechas especiales. No más gelatinas en esos pocillos de plástico, no más chupetines en el semicírculo de tecnopor forrado con papel aluminio, no más payasos, no más juegos, no más sorpresitas para llevar a casa, no más boles llenos de chizitos –que luego de un rato se ponían insoportablemente suaves– o de canchita con demasiada sal ¿Recuerdas la última fiesta infantil a la que fuiste siendo niño? ¿Recuerdas la última vez que pudiste entrar a los juegos? Un día, de repente, eras demasiado alto. No más dejar los zapatos afuera en aquella repisa de círculos ¿En qué momento cerró el Daytona Park? ¿Cuándo fue la última vez que jugué al Laser Quest?

Un buen día te das cuenta que tus padres no son héroes, que no son invencibles, que son tan humanos como tú y que no podrán protegerte de todo. Un día te das cuenta que papá no es tan veloz como pensabas y ahora lo puedes derrotar en Stratego, en el Play Station, en fuerza, en Judo, en algo. Un día tienes las respuestas a esas preguntas que antes solo mamá podía contestar. Ya no son ellos los que te ayudan con la computadora ni los que te ayudan a alcanzar algo que está alto.

Las cosas que antes te gustaba ver en la televisión se hacen ajenas, distantes, y aún si te mantienes cercano a ellas y las sigues amando sabes que no debes decirlo. Te juzgan  y duele que te fuercen a cambiar. Pero sucede y, a veces, no nos damos cuenta ¿En qué momento me he vuelto demasiado grande para ser quien era?

Un día Papa Noel dejó de existir y la Navidad perdió la magia. Un 25 de diciembre, seguramente no recuerdas cuál, fuiste al árbol con parsimonia y no despertaste a tus padres a las cinco de la mañana para abrir los regalos sino que seguiste durmiendo un rato más a pesar de saber que bajo el árbol había presentes. Ya no es una muñeca, un peluche, una Barbie, sino ropa, dinero o algún aparato tecnológico o simplemente nada ¿Cómo así decidieron ese cambio? ¿Fue súbita la navidad en la que creciste?

Un día te das cuenta que hace diez años dejaste el colegio pero te sigue pareciendo que fue ayer. Sientes que ese mismo Lunes tuviste una formación en el patio del colegio, que ese miércoles compraste un sándwich en la cafetería, que viste a todos tus amigos en el recreo, que jugaste una pichanga, que tomaste una prueba, que te llamaron la atención por hacer bulla. Un día te das cuenta que la última vez que viste a tu promoción completa fue en la graduación y que hay personas que veías todos los días y que no haz vuelto a ver jamás. Un día te das cuenta que el colegio en el que estudiaste ya no existe, porque cerró, porque se fueron tus profes, porque se cambió de nombre o solo porque cambió.

Querías hacerlo ¿Recuerdas? Pensabas en cómo sería la vida siendo grande y renegabas cuando tus padres no te dejaban hacer una cosa u otra ¡Cuando sea grande haré lo que quiera! Decías, ignorando que el mundo de los adultos no era tan divertido como pensabas. De niño no hay responsabilidades, no hay que trabajar, no hay que preocuparse por las cosas. Solo soñamos con lo que seremos y el mundo está allí y tenemos tanto tiempo y tantas posibilidades que podemos desperdiciar un día viendo caricaturas o jugando Nintendo. Todo bien, somos niños y aún hay tantas cosas por hacer. Quieres ser astronauta, luego periodista, luego cantante de rock, luego arqueólogo, luego veternaria, luego actriz, luego lo que sea ¿Qué importa que no me decida? Solo tengo ocho, solo tengo diez, solo tengo doce,  solo tengo quince. Ahora ya me gradué ¿Qué hago? ¿Dónde se quedó mi tiempo? ¿Quién se ha robado mi infancia?

Mamá y Papá están allí y lo damos por sentado. Un día se alejan o nos dejan, un día nos damos cuenta que se encojen sobre si mismos, que ya no podemos depender de ellos y que tenemos que comenzar a ser útiles, productivos y en el fondo solo queremos volver a ser niños y confiar en que ellos solucionarán el mundo. De la nada tenemos que trabajar, de la nada tenemos que ser adultos.

Un día, de repente, nuestro cuerpo deja de ser ese cómodo recipiente donde reposa nuestra vida y se convierte en algo incómodo, algo que nos avergüenza por momentos. Ir a la playa no se trata solo de jugar, es una batalla con uno mismo por atreverse a mostrarse. El pudor y la vergüenza nos enseñan que ya no somos niños.

Crecemos y, a veces, nuestros padres se separan y nos dejan con el recuerdo de una familia que ya no es. Te cuesta recordarlo y las fotos se pierden o pierden sentido y ahora todo es raro y ajeno ¿Cuándo fue la última vez que se dijeron te quiero?

Al ser niños damos por sentado todo. No apreciamos esos días y no nos damos cuenta de cuándo acaban. Simplemente un día ya no están allí y nos quedamos en la nada preguntándonos ¿Cuál fue el último día de mi niñez? ¿Qué hice ese día? ¿Cuál fue mi última raspada de rodilla? ¿Cuál fue el último árbol que trepé? ¿Cuál fue el último campeonato mundial de fútbol en la pista frente a mi edificio? ¿Cuál fue la última pelota con olor a uva que me regalaron? ¿Quién me dio ese último juguete?

Si pudiera volver a tener diez años viviría cada día con intensidad y trataría de recordar para siempre cuándo fue la última vez que yo y mis primos jugamos con los Pokémon o cuando fue la última vez que nuestras cartas de Magic cobraron vida frente a nuestros ojos. Quisiera saber cuándo fue la última vez que le presté la voz a una de mis Barbies o en qué momento exacto desaparecieron todas de mi repisa ¿Dónde habrán acabado esos juguetes que doné? ¿Habrán hecho feliz a algún niño? ¿Estarán en un basurero o habrán sido reciclados? Ese peluche sin el cual no podías dormir ¿Estará enterrado bajo montones de basura, descartado como los días de tu chiquititud?

Conforme voy creciendo me doy cuenta de qué tan aterrador es ese acto. Se que es inevitable, se que tengo que aceptarlo y que tengo que fluir con ello, que también tiene sus cosas buenas. Pero quisiera volver, aunque sea solo un día, y saber cuándo fue la última vez que mi papá me subió a sus hombros o la última vez que me pusieron zapatos de charol para un cumpleaños o la última vez que sinceramente creí en el Ratón Pérez. Quiero saber en qué momento me hice demasiado vieja para ser niña. Siento que el tiempo se me escapa y que seré demasiado mayor para hacer lo que quería hacer y aún no he hecho. 

No quería ir al colegio y ahora daría todo por volver a esos días tan hermosos, a volver a tener esos problemas que me parecían el fin del mundo y que ahora se que no son nada ¿Por qué corrí todos esos años? ¿Por qué no pude caminar y admirar el paisaje? ¿Por qué no tomé una foto? Ahora lo que antes era presente se hace pasado y los recuerdos se difuminan en la niebla del tiempo y se que mi voz a cambiado, que mi cara ha cambiado y en esa foto soy yo aunque no me parezca ¿Así me veía? ¿No me he visto siempre como soy ahora?

Crecer es una trampa en la que es inevitable caer. Yo he hecho mi mejor esfuerzo por rescatar mi esencia de las garras del olvido y espero tener suficiente de niña aún como para poder ser sinceramente feliz. Cuando le enseñé este texto a mi enamorado me dijo que me entendía, que él quiere sentir que aún es un niño y que solo está jugando a ser adulto. Quiero pensar que también soy así, que esta vida que me veo forzada a asumir no es más que un juego más, uno largo y difícil, pero un juego a fin de cuentas y que luego será de noche y me iré a dormir y  al despertar seguiré siendo una niña pequeña con todo el mundo por descubrir. 

Esta es la décimo tercera cosa que odio.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Cuando en el baño de un establecimiento público el papel higiénico está fuera de los cubículos

Tienes que ir al baño. Es inevitable. Sudas. Casi lloras. Corres con todo lo que tienes porque sabes que si no es ahora tus riñones van a demandarte. Empujas la puerta de metal, la cierras, tratas de poner el seguro. No se puede. Empujas hacia arriba con tu pie y finalmente encaja. Levantas la tapa del inodoro, te bajas los pantalones y los chones. Cumples el llamado de la naturaleza. Qué alivio, qué hermoso, qué maravilloso es estar vivo. Entonces miras a la derecha buscando el dispensador de papel higiénico Kimberly Clark de siempre. No está. Ay, seguramente está al otro lado. No está.

Oh. Por. Dios.

El papel está afuera.

¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué, Buddha? ¿Por qué, Tom Cruise?

Dependiendo de qué motivo te haya llevado a ese cubículo la ausencia de este elemento podrá ser más o menos nociva para tu ser. Te desesperas, analizas tus opciones. Podrías:

a) Pedir ayuda a algún prójimo en el baño.
b) Aplicar modo manual.
c) Sacudida and go.

Este escenario tan traumático y cuya resolución dejaré a quien lea estas líneas sería fácilmente evitado si la gente no fuera tan TACAÑA ¡Por el amor de DIOS! ¿Es en serio? Si lo piensas el colocar solo un royo de papel en todo el baño no reduce realmente su consumo, solo hace que lo tengas que cambiar más rápido y que haya gente distraída o en una urgencia a la que le pasa lo descrito líneas arriba ¿A qué HIJO DE LA PAPAGAYA se le ocurrió esta crueldad, este atentado contra el acto más privado y sagrado de una persona? Ese acto que debería ser hermoso, relajante y FELIZ y es convertido en una tragedia de chones húmedos.

Si tienes un local de algo y en el baño pones un único rollo de papel afuera pues: TE ODIO.

Esta es la décimo segunda cosa que yo odio.