El año que cumplía once me regalaron a una gata que, once años después a las once de la mañana de un seis de junio, vería morir frente a mi.
Se que puede sonar algo extraño pero por mucho tiempo pensé
en lo que escribiría cuando Kirara muriese. Era, quizás, una forma de
prepararme para aquella ineludible tragedia. Pero, cuando finalmente llegó ese
día, me quedé sin palabras. El dolor que se asentó en mi pecho era tan denso
que me arrastraba hacia el suelo y tan real que me hacía sentir que todo hasta
ese día solo había sido un sueño. Cuando vi su cuerpo inerte, aún con los ojos
abiertos y sobre la mesa del veterinario, quise desaparecer del mundo. No podía
ser cierto que se hubiese terminado. No podía ser que no la fuese a ver más. No
podía ser que no volvería a escuchar su maullido, a sentir sus patitas sobre mi
cuerpo cuando se acomodaba encima mío o a ver sus ojos tan hermosos y celestes
mirándome con amor.
Ese seis de junio del 2014 fue probablemente el día más
triste de mi vida. Se que muchos dirán que solo era un gato, que seguramente he
perdido a personas en mi vida y que eso debería haberme dolido más. Por un lado
es cierto, cuando fallecieron mi abuelo materno y luego mi abuela paterna,
sentí muchísima pena. Aún ahora, cuando pienso en ellos, se me humedecen un
poco los ojos. Pero la muerte de Kirara fue distinta. La veía absolutamente
todos los días. No había momento en que estuviera en mi casa que ella no
estuviera a mi lado, que no estuviera siguiéndome los pasos. Era como mi
segunda sombra. Había momentos en que dudaba si el cascabeleo de su collar era
producido por ella o por mi.
Tengo, es verdad, otros tres gatos: Ichiban, Buyo y Lady
Gaga, y a mi perra Montserrat. Los amo a todos muchísimo pero ninguno de ellos
es Kirara. Ella no solo era la mayor, sino que era la más cercana a mi. Era mi gata y yo era su persona. Nos pertenecíamos, nos acompañábamos y así como ella se
sentía perdida cuando yo no estaba en casa ahora a mi me cuesta encontrar mi camino en
el mundo cuando mis pasos no tienen de eco un cascabel.
Kirara era especial. Era diferente al resto de los gatos que
he conocido en mi vida y, honestamente, he conocido muchos. Tenía una forma de
ser delicada, tranquila y callada. No era el ser más ágil del mundo, ni tampoco
el más majestuoso. Si bien de joven perseguía soguillas y juguetes, nunca fue
particularmente activa. No le gustaba salir de la casa y podía pasar horas sin
moverse de un sitio. Era un siamés o, al menos, eso decían los veterinarios.
Sin embargo, y lo defenderé toda mi vida, lo único que tenía en común con esa
raza eran los colores. No era esbelta ni hiperactiva. Tenía las patas demasiado
cortas y la cara medio chata. Al respirar emitía un leve silbido que en las
noches realmente detestaba. Daría todo por volverlo a escuchar.
Aún ahora, un año después, me cuesta creer que ya no esté.
Cuando veo un movimiento por el rabillo del ojo o cuando llego a casa y me
recibe Ichiban siento por un segundo que ella aún está conmigo. Es entonces que
recuerdo que está muerta y es casi tan doloroso como perderla de nuevo.
Me gusta reconocer cosas de Kirara en mis demás mascotas
porque así siento que dejó un legado. Ichiban me jode la paciencia para que le
ponga agua en un vasito verde en mi baño. Esa molesta tradición la heredó de
ella, que se rehusaba a beber de cualquier otro recipiente. Se que debería
dejar de engreírlo, pero cada vez que lleno ese recipiente es como si ella aún
estuviera allí, maullándome para que le hiciese caso. Lady Gaga es exquisita para comer bocaditos y
Buyo, aunque no se parece en nada a ella, fue su hijo adoptivo.
La muerte de Kirara duró dos semanas y es que para mi su
partida no fue solo ese pinchazo letal en el consultorio del médico, sino todo
lo que sucedió desde esa noche en que noté que estaba respirando rapidísimo. No
tenía ni idea de qué podía ser pero sabía que no podía ser nada bueno. Siempre
había sido un animal bastante saludable y verla en ese estado me puso los
nervios de punta. Al día siguiente la llevé al médico de siempre y me dijeron
que estaba estreñida. Le recetaron un laxante y me mandaron a casa. Creo que
pasaron un par de días antes que tuviera la primera crisis. La llevé de
emergencia a otra veterinaria y una radiografía reveló que, si bien lo del
estreñimiento era cierto, Kirara tenía además una gran cantidad de líquido en
el tórax.
En mi veterinario de siempre la tratamos con diuréticos que
la tuvieron orinando en exceso por un par de días. Además le recetaron sesiones
de vapor de eucalipto. En esa primera etapa me orinó encima como tres veces y
le puse unas diez u once veces el vapor. Funcionó. El líquido se fue, pero la
dejó débil. Me dieron unas indicaciones sobre cómo ayudarla a recuperar fuerzas
y juro que hice todo. Cada cosa que me decían, cada suplemento y cada pastilla se
lo daba. Pero su cuerpo no resistió la pérdida de tantos fluidos vitales, y
tuvo una terrible crisis que, a las dos de ala mañana, nos llevó al veterinario
de la radiografía. Tenía una falla renal severa. Me ahogué llorando en la
puerta de la veterinaria. No podía ser. No era justo. Yo había hecho todo lo
que me había dicho. Mi papá, que me había recogido para llevarla al médico, me
decía un y otra vez que esas cosas pasan, que los animales se mueren y que no
hay nada que hacer. No tenía fuerzas para explicarle que Kirara no era un
animal. Era mi bebé. Esa noche se quedó
allí, internada, y así fue por varios días.
La fuimos a visitar varias veces y se le veía tan pequeña y
débil que me daban ganas de llorar. En la puerta de la jaula había un cartel
que decía “Kirara. Cuidado, muerde” y me daba risa porque nunca la había
considerado peligrosa. No recuerdo ahora
cuántos días estuvo internada, pero nunca podré olvidar la llamada telefónica
que me dio esperanzas. Falsas esperanzas, cabe aclarar. Me llamaron a decirme
que sus riñones habían logrado compensar el daño pero que querían observarla
una noche más. Accedí. Estaba extasiada y feliz. Absolutamente agradecida a
todos los poderes del mundo.
Mi primera pista fue la cara de la recepcionista cuando yo,
con una sonrisa en el rostro le dije “Hola, vengo a recoger a Kirara” al entrar
a la veterinaria. Ella bajó la mirada y mi mundo comenzó a colapsar. El doctor
quería hablar conmigo. Entré al consultorio lista para lo peor. Pero, ni aún
así, pude hacerle frente con dignidad la noticia que me dio: el líquido en su
tórax había vuelto. No parecía haber una explicación lógica en ese momento, así
que el doctor recomendó programar un ecocardiograma. Lo programamos para el día
siguiente. Kirara tuvo que quedarse internada una noche más.
Recuerdo que le dije a mi madre que ya era suficiente. Habían
hincado a Kirara demasiadas veces, le habían sacado tantas placas, tantos
exámenes que la pobre tenía las venas hinchadas y varias partes del cuerpo
calvas. Suficiente, le dije. Si el ecocardiograma no nos decía nada la íbamos a
dejar rendirse. Era nuestro último intento.
Llegamos el día siguiente para hacer la prueba. Le afeitaron
el pecho y la sostuve mientras le hacían el examen. El doctor estaba tranquilo
y hacía bromas y asumí que eso significada aunque no había visto nada demasiado
trágico. Cuando vino el veterinario de cabecera de Kirara y vio los resultados
nos explicó algunas cosas superficiales, que había una materia y que iba a ver
más detenidamente las pruebas. Esperamos unos minutos y pasamos al consultorio.
Allí se acabó todo. El origen del líquido era un tumor al lado de su corazón.
Era imposible de extraerlo sin matarla por la cercanía con el órgano vital que,
además, se había endurecido por el esfuerzo. Solo había una salida. Nos dejó un
momento para pensarlo. Mi madre y yo nos quedamos en la sala de espera. Yo no
podía hablar.
“Lo hemos intentado todo” me decía mi mamá una y otra
vez y yo asentía porque era cierto pero aún así no quería aceptarlo. Yo no pude
hablar con el doctor. Mi madre le dijo lo que habíamos decidido e hicimos la
cita para el día siguiente. Esa noche vinieron algunas personas a despedirse de
ella y pasé la noche abrazándola, apreciando cada caricia porque bien podría
ser la última. Cuando amaneció me arrepentí de lo que habíamos decidido. No
quería ir al veterinario. No quería. Pero la vi respirando a toda velocidad, la
vi ahogándose, sintiéndose débil y supe que era necesario. Kirara merecía
descansar. Fue el recorrido en auto más largo que recuerdo.
Nunca había llorado tanto en mi vida.
La extraño. Cada día la extraño y no entiendo cómo puede
haber ya pasado más de un año y que me duela tantísimo aún. Sus ojos celestes,
su mirada tierna, su maullido tenue, su personalidad tan suave… Recuerdo cada
detalle con la cruel precisión del amor. Cremamos sus restos y los tengo en el
escritorio de mi cuarto. Se que puede parecer raro pero siento que es a donde a ella le hubiera
gustado estar.
Kirara, se que no me puedes escuchar y aún si lo hicieras no me
entenderías pero espero que de alguna forma sepas lo que significaste para mi.
Gracias por esos once años. Gracias por estar allí en los peores y los mejores
momentos. Gracias por acompañarme cuando sentía que no podía con la vida y
cuando sentía que la vida no podía conmigo. Gracias por darme al amor más
sincero del mundo y por todas tus pequeñas locuras. Gracias por aguantarme todo
ese tiempo. Gracias, Kirara. Solo eso, gracias.
Gracias Marne!! Gracias por compartir tanto!!!
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