viernes, 29 de noviembre de 2013

Carta a Emilio

Emilio,

No nos conocimos pero fuimos al mismo colegio y solo un grado nos separó. Las mismas paredes nos vieron crecer y tuvimos muchos amigos en común. Es probable que en algún momento de la vida nos hayamos cruzado. Quizás fue en la cafetería o quizás en el recreo. Compartimos profesores, eso es seguro, y podríamos habernos reído de los mismos chistes. No, no nos conocimos, pero no importa, porque por un buen periodo nos levantamos ambos temprano en la mañana para ir al mismo lugar y ese es nexo suficiente. Nunca escuché mucho de ti y creo que esa es buena señal de la persona que fuiste: de los malos y revoltosos siempre llega antes la noticia.

No entiendo, Emilio, qué pudo llevarte a tomar esa decisión. En la vida nos pueden pasar muchas cosas pero te puedo asegurar —porque es lo que yo misma quiero creer—que el tiempo es el mejor guerrero. Las cosas que hoy parecen problemas enormes y sin solución, mañana se sentirán como pequeñeces. Los obstáculos que parecían infranqueables se tornarán en valiosas lecciones. Esos cambios que no podemos comprender mañana serán costumbre. No debemos olvidar que todo pasa por algo: lo bueno para que lo disfrutemos y lo malo para que aprendamos.  Si algo he comprendido motivando a la gente es que no debes preguntarte ¿Por qué me pasa esto? Sino ¿Para qué?

Creo que no fuiste capaz de formular esa segunda pregunta.

¿Qué pasaba por tu cabeza en esos momentos? ¿Fue la separación de tus padres? ¿Pasó algo en la universidad? ¿Algo en el plano amoroso? ¿O fue depresión? ¿Algo patológico sucedía en tu interior? ¿Algo químico? Ya no podemos responder esas preguntas, Emilio, y nunca podremos. Lo único que queda esperar es que ahora estés más tranquilo, estés donde estés y así no estés en ninguna parte. Hay religiones que creen que los suicidas van directamente al infierno y en tiempos lejanos no se les podía siquiera enterrar en un cementerio. Hemos cambiado la mayoría, pero hay quienes aún sostienen esas creencia. Yo no quiero pensar eso, que al suicida se le condene a un eterno hades. Si hay un Dios en este mundo no creo que castigue a aquel que le tocó vivir algo tan horrible que lo hizo quitarse la vida.

Dicen que buscaste ayuda en la psicóloga de tu universidad, que tus amigos te vieron deprimido, que tu familia también lo notó ¿Hablaste con alguien, Emilio? ¿Buscaste ayuda? Este mundo asusta ¿No? Pensar que nos juzguen, que nos digan que nuestros problemas no son nada, que se alejen de nosotros ¿Eso te dio miedo? Debiste hablar con tus padres, amigo, puede que pareciera difícil pero debiste hacerlo. Ellos tampoco la estaban pasando fácil pero te hubieran escuchado, te hubieran abrazado y quizás te hubieran ayudado a buscar ayuda profesional. A veces se necesita, Emilio, a una persona ajena y con conocimiento. De repente lo que te pasaba tenía una explicación médica. Ya no lo sabremos. No permitiste que te ayudasen a buscar una salida.

Quizás estuviste siempre de espaldas a la puerta.

¿No pensaste en lo que sentirían tus padres encontrándote así? ¿Tus abuelitos? El dolor que debe estar sintiendo tu familia en este momento no puede ser explicado con palabras o, si es que puede serlo, no me siento en capacidad de capturarlo en mi redacción. Yo he perdido a tres de mis abuelos y, aunque uno dejó el mundo antes que yo llegara a él, se que perder a un familiar es muy duro. Pero perder a un hijo de veintidós años, sano y al que parecer no le había pasado nada en particular debe ser el golpe más duro. Tenías familia que te quiere, amigos, estudios… Realmente no comprendo, Emilio ¿Qué pasó? Y creo que me seguiré preguntando eso para siempre, una y otra vez, hasta que cobre sentido lo que hiciste.

Querido, Emilio, puede que haya parecido la única salida, pero te aseguro que no lo era. Mentiría si dijera que nunca pensé en que podría saltar por la ventana y todos los problemas y el estrés se irían. El que haya atravesado un periodo difícil sabe que a veces aparece esa tentación. Hay quienes dicen que es el “camino fácil” pero no creo que lo haya sido ni que lo sea jamás para nadie. Debe haber sido la decisión más difícil de tu vida y, lamentablemente, también fue la última.

Tenías veintidós años y un futuro por delante, Emilio. Siento mucho que no hayas podido verlo. 

Un abrazo,

Mariana.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Cuando echas alguna salsa en la comida y sale esa substancia acuosa y asquerosa pre-salsa que malogra todo

Tienes hambre. Mucha hambre. Frente a ti se lucen unas deliciosas papitas fritas. Se ven buenazas, amarillitas, lo suficientemente grasosas como para provocar pero no tanto como para ahuyentar. Están en su punto. Pero sientes que hay un elemento ausente en esa deliciosa imágen. Falta ketchup. Tomas la botella  de vidrio -o el envase de plástico para tal caso- entre tus manos y le acercas con entera confianza a tu amada comida. Te preparas para recibir sobre aquella botana la dulce presencia de la salsa de tomate. Entonces, de aquel envase, emana una mentira, un cruel engaño. 

Lo que cae sobre tus papas no es ketchup. No sabes bien qué es. Es un líquido algo espeso, como agua con pedazitos de tomate. Casi como un cuadro de Jackson Pollock. Su sola apariencia es asquerosa y sientes una arcada recorriendo tu esófago y llegando a tu boca ¿La peor parte? Está en todas tus papitas fritas. Están arruinadas, ya ni tienes hambre. No son ahora sino un menjunje asqueroso, un cuadro vomitivo que parece sacado de una escena de la película Hostal. Miras la comida con desdén...  ¿Ya para qué?

¿Por qué, salsas, nos traicionan de esa manera? Aquellas que están allí para hacer que la comida sepa mejor, en quienes contamos para embellecer ante nuestros paladares el sabor de los alimentos y lograr así la hermosa experiencia que es comer, cometen el más vil de los timos ¿Cómo pueden hacernos esto? Ketchup, mayonesa y mostaza, en ustedes confiamos, sean benévolos  con nosotros.

Y tú, amigo que lees esto, no olvides nunca: agítese antes de usar. Nunca palabras más sabias fueron escritas. Esta es la décimo novena cosa que yo odio. 

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Cuando nos echan la culpa

Fue hace unas semanas que hice uso de este blog para odiar el acoso callejero y lo hice con todas las ganas del mundo pero, también, con comedia. Sin embargo, no hay nada de gracioso en lo que este acoso implica ni tampoco en lo que puede evolucionar. Esta objetivación de la mujer y embrutecimiento del hombre, directamente proporcionales el uno del otro, son una peste social que debe de ser eliminada de raíz. No voy a aguantar que venga una conductora de televisión a decir que es nuestra culpa. No lo es y nunca lo fue ni tampoco lo será jamás. Estimada Joyce Guerovich, dices que quieres comprender a los hombres, que tampoco hay que echarles toda la culpa y tanta tontería ¿No te das cuenta que al decir que es culpa de las mujeres estás denigrando también a los hombres? ¿Es que realmente piensas tan mal de ellos? ¿Realmente crees que no son capaces de controlarse?

Con mi colegio tuve la fortuna de visitar un hogar para madres adolescentes que habían sido víctimas de violación. Allí, trataban de sacar adelante al inocente fruto de aquel abuso y sacarles una sonrisa fue unas de las cosas más gratificantes que me han pasado en la vida. Quiero que vayas allí y les digas que fue su culpa, que algo habrán hecho para provocar a ese hombre que las violó. Quiero que vayas y le digas a esa chica que su padre la ultrajó que es su culpa por provocarle. Hazlo, a ver si eres tan valiente. Anda y dile a esa niña de diecisiete años con un hijo de cinco que algo habrá hecho a los doce años para buscarse esa violación, que era su ropa o su manera de actuar, que fue provocadora, que el hombre solo siguió su instinto. 

Y yo se que ella habla de los piropos pero estos no son sino la punta del iceberg del machismo y el abuso y defenderlos, justificarlos o darles cualquier otra explicación que no sea: hay hombres imbéciles que TIENEN que aprender a respetar a las mujeres, es una falta de respeto a la raza humana en general. A las mujeres por obvias razones y a los hombres por pensarlos estúpidos y primitivos. No permitiré que se hable de esa manera del género masculino: resulta que tengo familia y amigos que pertenecen a él y son seres de perfecta condición mental y civilizada. No insultes a los hombres. 

Odio que haya hombres que estén de acuerdo con esta mujer. Lo detesto desde el fondo de mi corazón porque eso quiere decir que se identifican con ese ser sin uso de razón que retrata esta conductora ¿Realmente son tan brutos que no pueden ver un par de tetas sin decir una barbaridad? Y lo peor de todo es que ni siquiera tiene que haber algo que mirar, a veces solo lo hacen por el gusto de molestar. Una vez, lo recuerdo bien, estaba yo de catorce años y uniforme de la banda de mi colegio, caminando por la calle y me soltaron una asquerosidad de niveles máximos. Estaba en uniforme de colegio, quiero que asimilen eso un momento.


Un poco más.


 ¿Qué dice, señorita Guerovich, debería de denunciar a mi colegio por tener uniformes demasiado provocadores? ¿Qué fue lo que lo provoco? ¿Fue la falda hasta media rodilla o el jumper sin entallar que me hacía ver como una papa? A lo mejor fueron las medias hasta la rodilla o la camisa abotonada y la corbata. No, no, ya sé qué debe haber sido: tenía la chompa desabotonada. Perdón, perdón... Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.

Y sí, yo comprendo que hay chicas que se visten demasiado “provocadoras” pero eso no es excusa para volverse un energúmeno. Ya bueno, si quieres puedes mirar discretamente y, sabes qué, aunque me da asco en tu mente eres libre de pensar lo quieras pero no me digas cochinadas, no me toques, no te me acerques si no me conoces, si no te lo permito. No. Así de sencillo. Y si sientes el impulso piensa un rato, piensa en tu hija, en tu madre, en tu hermana, en tu prima, en tu abuelita... ¿Te gustaría que les digan una cochinada así? 

Nunca culpes a la víctima porque al final que tiene la verdadera potestad de impedir el acto es el perpetrador. Y nadie más. 

Esta es la décimo octava cosa que yo odio.