jueves, 21 de noviembre de 2013

Cuando echas alguna salsa en la comida y sale esa substancia acuosa y asquerosa pre-salsa que malogra todo

Tienes hambre. Mucha hambre. Frente a ti se lucen unas deliciosas papitas fritas. Se ven buenazas, amarillitas, lo suficientemente grasosas como para provocar pero no tanto como para ahuyentar. Están en su punto. Pero sientes que hay un elemento ausente en esa deliciosa imágen. Falta ketchup. Tomas la botella  de vidrio -o el envase de plástico para tal caso- entre tus manos y le acercas con entera confianza a tu amada comida. Te preparas para recibir sobre aquella botana la dulce presencia de la salsa de tomate. Entonces, de aquel envase, emana una mentira, un cruel engaño. 

Lo que cae sobre tus papas no es ketchup. No sabes bien qué es. Es un líquido algo espeso, como agua con pedazitos de tomate. Casi como un cuadro de Jackson Pollock. Su sola apariencia es asquerosa y sientes una arcada recorriendo tu esófago y llegando a tu boca ¿La peor parte? Está en todas tus papitas fritas. Están arruinadas, ya ni tienes hambre. No son ahora sino un menjunje asqueroso, un cuadro vomitivo que parece sacado de una escena de la película Hostal. Miras la comida con desdén...  ¿Ya para qué?

¿Por qué, salsas, nos traicionan de esa manera? Aquellas que están allí para hacer que la comida sepa mejor, en quienes contamos para embellecer ante nuestros paladares el sabor de los alimentos y lograr así la hermosa experiencia que es comer, cometen el más vil de los timos ¿Cómo pueden hacernos esto? Ketchup, mayonesa y mostaza, en ustedes confiamos, sean benévolos  con nosotros.

Y tú, amigo que lees esto, no olvides nunca: agítese antes de usar. Nunca palabras más sabias fueron escritas. Esta es la décimo novena cosa que yo odio. 

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