Estás en tu casa, tranquilo y feliz. Quizás en la sala jugando videojuegos, quizás en tu cuarto en la laptop viendo La Voz Perú, en tu camita leyendo un libro o hasta haciendo nada. Todo bien, todo excelente. Entonces notas que el patio está sucio o que en la cocina hay cosas para lavar o cualquier otra labor casera que en circunstancias normales te harían renunciar por fax. Te pones de pie, abandonando tu comodidad y tu hermosa posición. Tienes en mente hacer el bien, ayudar en la casa de una manera totalmente desinteresada y sin esperar nada a cambio. Solo por hacerlo, solo porque sabes que está bien y que es necesario. Eres chévere. Qué bello, qué hermoso. Cuando te aproximas al lugar de la labor, con las manos prestas al buen actuar, una voz irrumpe en tus oídos y arranca de lo más profundo de ti un odio que traspasa los límites de esta dimensión. Es tu madre -o tu padre o tu abuelita, dependiendo de con quién vivas y te mande- y te pide/ordena con un grito primario que hagas precisamente lo que estabas por hacer: ¡Lava los platos! ¡Limpia la caca! ¡Recoge los platos que están en la sala! ¡Limpia la caja de arena! ¡Barre el pasillo!
Es mediante esa sencilla frase que aquello que ibas a hacer con toda la gentileza, con todo el amor del mundo se convierte en algo ordenado, en una obligación, en un pedido. Es también ante aquel estatuto que todas las ganas de hacerlo desaparecen de tu cuerpo. Ya no quieres realizarlo: ya no es tu iniciativa sino una orden y las ordenes, seamos sinceros, llegan al poto. Igual lo haces, claro, pero molesto y con poca gana. Era TU decisión y fue arruinado con esa orden y se volvió una obligación.
Es común que algo así suceda: pones todo tu empeño en interrumpir tu vida para obrar hacia el bien común y aquello es totalmente bloqueado por la intervención de un elemento de autoridad. Y es tan sencillo como que no, ya no quieres hacerlo, te llega al poto, ya fue, pasó el micro, se apagó la vela, a que no me quemas. Odio que le quiten a un acto tan bello su carácter como tal. Lo peor es que luego de hacerlo le dices a tu figura de poder “Igual lo iba a hacer, por si acaso” ¿Y te creen? ¡NO! ¡Jamás! Nunca te creen pero tu sabes que es verdad y eso quema. Quema ser el dueño de una verdad solitaria, una verdad que nadie creerá jamás, una verdad que cala en tu alma como el final de LOST, como el rating de Al Fondo Hay Sitio (es en serio ¿Por qué es tan alto?), como la calva de Ricardo Morán, como la probabilidad de que Laura Bozzo vuelva a Perú (buscar la canción e Tongo, por favor) y como tantas otras cosas que calan almas y que escapan a mi mente creativa en este momento en particular, pero creo que el mensaje general ha quedado bastante claro.
En fin, esta es la décimo quinta cosa que odio.
Pd: Gracias a mi amiga Camila Cantuarias por la inspiración.
Pd: Gracias a mi amiga Camila Cantuarias por la inspiración.
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